Recorrer los territorios de las ideas y del pensamiento en la trascendencia de disciplinas y cuotas de pandillas intelectuales puede ser una aventura que siembre y module los trasfondos propios de la creatividad. En el rincón fértil de las adquisiciones bibliográficas no puede quedar espacio para el recuerdo asiduo y contundente de todo lo abarcado y leído. Pero en sí escribir cualquier acto consigue elaborar un registro por mínimo que sea, o como sentenciaba Platón, la escritura sustituye a la memoria. Por eso, al menos yo, escribo. Entonces es imposible permanecer escondido en los grandes monumentos y libros, cuando encontrar las piezas de los rompecabezas personales es osar levantar el cisma ideológico del pasado para intuir rutas, trilladas o no, de lo conocido. Por otros conozco mi nombre y por otros sé de otredades que surcan el infinito universo de las creaciones humanas.
Pero también hay que adentrarse en las esferas de las disciplinas diversas porque al interior de las epistemes hay también segmentos, fragmentos, porciones, secciones, delimitaciones. Por ello también la disquisición sobre los géneros textuales y sus límites, no estrictamente en términos de las intertextualdiades o las modalidades de pastiche a los que nos refieren las cuotas creativas del presente, sino, sobre todo, respecto a la anulación del esencialismo genérico y especiminal. Porque la teatralidad se encubre como formulación de tipos que también rompen el surco del alfabetocentrismo y colocan en escena recursos, estilos, ícenos, ideas, diferentes a las que podemos apreciar a simple vista. No nada más en términos retóricos o de tropos y figuras, no nada más en términos de referencias y tradiciones, no nada más en términos de conocimientos y elaboraciones, no nada más respecto a las dimensiones postmodernas de las textualidades o el giro lingüístico. Hay que tomar en cuenta que la escritura representa un acto de suma complejidad donde ya se pone a operar el universo de lo virtual, porque se trata de una representación de la lengua y no de la lengua misma. Por ello desde antiguo las diferenciaciones sobre quienes pueden aprender y conocer el oficio de escribir y quienes no, para quienes sirve, a qué intereses beneficia, porque escribir es un oficio sectario, segmentado también, y no será igual escribir la historia de las genealogías de una familia noble que los relatos mitológicos de la fundación del universo o los libros de cómputo y cuentas de intercambios y ventas de ganado. Como tampoco es igual escribir o leer una novela o un artículo que un poema o un cuento o analizar una fábula y un relato a un soneto o la estructura dramática de una epopeya.
Otro factor es leer por tutores, seguir idearios, formas de escritura, trabajo, creatividad, documentación. Es igual importante que en nuestro presente postmoderno postpandémico global podamos comprender la necesidad de diversificar nuestros actos lectores y escritos, porque en el sin fin de letras que alberga la web nos perdemos. Porque también es emocionante descubrir nuevos textos de autores ya conocidos y seguir las trayectorias de nuestros personajes favoritos. Más que en tono de fanatismo, admiración ciega e inescrupulosa o de simple tendencia, seguir la trayectoria de autores definidos nos va conduciendo por el gusto, nos va enseñando a leer, a escribir, a interpretar. No puede haber creación de la nada, aunque se trate de creación automática. Hay flujos de consciencia, residuos inconscientes, referencias, metáforas, simbologías, todo un entramado, de ahí lo tejido, la urdimbre de palabras, ideas, que es lo textual. Y conocer a un autor no implica necesariamente adentrarse por la totalidad de sus trabajos o ser especialista en un ejercicio crítico literario definitivo y contundente. No, conocer a un autor implica evaluar lo que de él nos agrada, nos gusta, nos inquieta, nos respalda, nos conmueve, nos sorprende, nos motiva, todo ese arsenal de emociones al leer y asumir en nuestra lectura las divergencias de horizontes existenciales entre el autor que leemos y quienes leemos la obra.
Porque también en nuestra indagatoria sobre autores, obras, temas, ideas, tópicos, tendencias, paradigmas, elaboraciones de lo escrito, de lo disciplinar, de lo cultural, nos encontramos con instrumentos fiables y también con formas de elocuencia, de trabajo, de creatividad, de interpretación. Porque no podemos inscribir nuestro hacer escrito en una tradición o corriente de forma definitiva a menos que seamos unos ciegos fanáticos de lo canónico. Porque al final no hay dogmas para la escritura y la expresión. Creo en ese tenor con la libertad creadora, no en un sentido de ignorar o evadir todo lo previo, sino por el contrario en el sentido de aprender de otros, de autores, de tiempos, de experiencias, que nos sacuden, que nos delatan, que nos conmueven. Porque al final una cosa es el terreno de las ideas y del lenguaje en sus significados y otro el de las emociones y los recursos para construirlas con el lenguaje. Estamos entonces en esa dialéctica que expone también la diversidad textual y la malla de expresividad que circunda nuestros deseos por plasmar en una cuento una travesía, en un poema un amor o un rechazo, en un ensayo nuestras inquietudes sobre el cerebro, en una novela nuestra experiencia en las vacaciones de verano, qué se yo. Todo lo que podemos imaginar, construir e implementar en lo escrito trasciende también las tendencias y las modas, se vuelve una especie de simbiosis entre estilos múltiples que convergen y se adentran en una forma de ser en el mundo, en experiencias, en lugares, autores, editoriales, empresas, épocas, en todo eso humano que encierran los libros como objetos culturales.
Al final nos conquista un texto o no, nos induce a inspira, nos genera rechazo, nos advierte, nos instruye, nos forma o nos deforma, nos convence o no. Somos libres de elegir lo que leemos, lo que escribimos, pero no escribimos desde la nada ni desde el todo, no escribimos desde un profundo conocimiento del canon o desde un profundo rechazo de él. Escribimos, nos nutrimos, nos informamos, aprendemos, porque al final en gran parte de nuestra tradición alfabetocéntrica la lectura tiene una función pedagógica. Pero leer es también algo más que aprender: es imaginar, construir, ensamblar, elementos virtuales que están plasmados y que cada lector inventa en su mente cuando se adentra en las obras y sus detalles. La virtualidad de la lectura es de las primeras formas en las que se expande y ensancha el cerebro y pensamiento humanos, porque en ella identificamos algo de nosotros que no existía antes y que esta vez ha quedado en nuestro interior.
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