Una obra peculiar, un trabajo que profundiza desde el principio en los rasgos múltiples de culturas y formas. Desea el autor a sus cinco hijos en su inicio inmensas razones vitales, con nombres Sui generis, “logren desentrañar la natura humana” para dar alcance a su destino, ¿cosa simple? Hay aquí una teleología, el telos del poeta, magister vitae, paterfamilias, como principio y ontogénesis en la obra. Huella misma marcada por una multiculturalidad evidente, un mestizaje, que parece exótico y dislocante, fuera de los territorios del convencionalismo, pero inscrito en la natura, ley y norma en todo tiempo y ciclo, de la vida y la muerte. El poeta es un testigo, su poesía, un testimonio.
Al lector y lectora advierte de este ensamble, hecho de “vapores de nube y de volcán”, entre dolores de parto y gozo perenne, inscrito en un devenir del tipo de Heráclito, haber sido compuesto entre los años de 2002 y 2009. Su compilación otoñal en 2020 respeta la redacción original sin ser apologética, como vestigio de la huella vital del autor en el tercer planeta de este sistema solar. Su gratitud se dirige a su astro tutelar, a sus arcanos, al editor, a su prologuista, al artista de portada; también a los aportadores directos e indirectos —con aguinaldos de por medio— para la realización del libro-objeto.
Pero la verdadera advertencia es la del prologuista, que tilda de catedral barroca la obra, churrigueresca a partir del punto de vista del albañil minimalista. Vuelve al tan recurrente mito del laberinto de Minotauro y el hilo de Ariadna para definir al hacedor “mitad amanuense, mitad brujo”, caracol que compone una siniestra arquitectura. Potencias super-poéticas o anti-poéticas son expuestas como la convivencia del tigre y la pantera. La poesía es posible después del Holocausto, por encima de lo dicho por Adorno, pues es solo con poesía como se puede habitar el mundo después de la Barbarie, nos dice Olvera Romero. ¿Barbarie? Hiroshima, Nagasaki, Gasa, Acteal, Auschwitz. Los escribanos que somos tinta y no sangre construimos apenas monumentos al ridículo y absurdo hecho de estar vivos. Eso que es la vida, fiesta o burla, carnaval o rito, celebración o metamorfosis, vierte en el libro de Romandía sediciones e irreverencias metafóricas como un texto más en la muchedumbre de textualidades; de odio huérfano, sin estrella ni sortilegio, honda y puramente reflexivo, sesudo, contradictoriamente humano para Caleb, el prologuista, nos convierte en palabra. ¿Solo somos posibles donde la palabra se quebranta? le preguntaría al prologuista. Creo que al contrario, somos posibles donde la palabra nos devuelve al diálogo y unidad, pero eso sí, frente a la barbarie concuerdo con Caleb, el mutismo de aquella hace al poeta cantar.
Romandía, originario de Zapopan (1978) se auto define como políglota, formado en artes, ciencias sociales y humanidades. Tiene por oficio la crónica del mundo y del inconsciente. Ontológicamente pertenece a la especie de los perros sin Dios y sin perro, con algunos reconocimientos aquí y allá y publicaciones varias. Paterfamilias, pero huérfano de sí mismo.
El trabajo es un tríptico de la primera década del siglo XXI con toques íntimos, con toques sociales, con toques religiosos, con tintes que oscilan de un multiculturalismo excéntrico a un avasallador recuento de pérdidas (humanas, personales, nacionales, históricas, biológicas, ecológicas). Su desembocadura no tiene asidero fiable ni cierto. Su tino es no atinar a una linealidad proclive a la mazmorra del telos capitalista o a la apolinea marcha del telos purificativo, sino a la oscilación y el trance de los bericuetos laberínticos entre signos de despojos y aquello que recuerda la orgía de la que nos habla Baudrillard que cifra el después del ethos de la copia xerox y el postmodernismo. Es este tríptico una dialógica y dialéctica —interior y exterior— que desvela una cosmografía subjetiva —colectiva e individual— desde que marca un primer momento que podría definirse como la teología del sujeto enunciativo, el poeta que busca en los dioses y que se eleva en una mística propagandística de su desvariar, su pérdida de sentido, un cierto callejerismo y urbanismo trastocado que lo invita a decir versos, a poner en juego la palabra como ponzoña y como acto curativo. Es esa primera teología del sujeto o “Palimpsesto por mar” que busca configurar la experiencia del lector en una urdimbre transfigurativa, porque se pierde la colocación dimensional en los significados y referencias de tradiciones múltiples y diversas: árabes, cristianas, mayas, agnósticas, griegas, rusas, japonesas, entre otras. Esta diversidad cimbra la lectura, plasma un universo abigarrado, complejo, que requiere de un lector que use sus herramientas culturales, que no sea tímido, que indague, que explore significados, que complete el acto hermenéutico. En esta teología del sujeto, el poeta es agricultor, es demiurgo, es escritor sagrado y profano, es biólogo, es tejedor, es herrero, es simbolista, es gobernador, es sermonista, caricaturista, toda una serie de oficios, de artes, de ciencias, despliegan esta teología del sujeto que es el poeta, enunciando un yo desencantado, turbio, pleno de congoja, desahucio, con atisbos de brillantez y luz.
El segundo movimiento del tríptico “Segundo episodio sin proezas” permite comprender dimensiones más íntimas del sujeto teologizado, de ese hombre poeta y su construcción teológica, su ser un dios pequeño en un pequeño cosmos de palabras. Hay ya alusiones íntimas en epígrafes y dedicatorias como los poemas dedicados a Roberto Vallarino, a María Florentine Beimborn y el dedicado a Ramón Martínez Ocaranza, el epígrafe del son jarocho La lloroncita o el epígrafe de Martín Heiddeger y su Cosmogonía, que indican los diálogos que Romandía Peñaflor señala en su itinerario. Se trata aquí de un repliegue del sujeto y, al mismo tiempo, de su expansión. En su misma dialéctica entre lo oscuro y siniestro, lo luminoso y lo vital, nuestro poeta navega por los rincones de la memoria y la asechanza de sitios citadinos, suciedades, lunas llenas, instantes compartidos y revolturas que cifran su estilo versificado. Convoca así a leerlo en una clave de ambigüedad y juego, no definida ni determinante, en una lúdica señal de coqueteo que naufraga todo el tiempo, sucumbe sigilosa a lo asqueroso y repulsivo o se levanta absuelta a la más fina pulcritud. En la mitad de esos recorridos, inesperados y maniqueos, nos encontramos con el ser íntimo del poeta: metaforizando el pubis de la amante como mantos acuíferos, o su ser entero como flora infinita, como río, afluente, flor, planta, vegetación; encarnando su tristeza en la ruptura amorosa como ens naturens agredido por la fuerza de su contrincante amante, pero anda entre gladiolas, musgo, albatros, perdices. Es esa intimidad que ya abandona el supranivel teológico, el ser superior del poeta como constructor de mundos y que ahora transita al ser interior y desvelador de ínfimos microcosmos, relatos y narrativas versificadas que ostentan el signo de lo efímero, aquello cuyo destino es desaparecer. Persisten aquí las tradiciones culturales diversas: rusas, árabes, xalapeñas, griegas, romanas, alemanas medievales, francesas, entre otras. Parece entonces también que la colocación de sitios, espacios y territorios importa: ora Tenochtitlán, ora ¿América o España? ora Jarochos. El poeta entonces es una intimidad movilizándose de un sujeto teologizado a un sujeto interiorizado que ahora se exterioriza, un sujeto que enuncia para salvarse del poder absoluto del poeta dios para convertirse en el poeta hombre que tiene poderes limitados, que sufre, que ve los lixiviados, que observa la chatarra, los orines, las alfombras asfálticas, como nos dice el poeta. En este tránsito está inserta una prosa poética que descuella por su intensidad, por su configuración como combinación elocuente de la poética toda del segundo momento, del poeta hombre, del poeta intimado, victimado, esta segunda parte que es de un poeta descendido de su condición teológica a una condición terrena y urbana.
La parte final de este tríptico “Silvar entre ecos de soles” ya coloca al poeta en el umbral de de su destino final, de su telos poético que ha transitado de la teología creadora a la intimidad destructiva para dar paso a un remanso donde se sitúa entonces como voz reflexiva. Se combinan de nuevo tradiciones culturales diversas: griegas, prehispánicas, mayas, alemanes, indues, romanas, italianas, chinas, entre otras. El poeta ensambla una voz ya madura que se cierne entonces como decantar de procedimientos y elección de disciplinas: hermenéutica, mayéutica, narrativa, epopeya. El poeta se ensancha como filósofo, como descifrado y traductor, como compositor de universos. En la voz final del tríptico el poeta muestra también su asidero del presente callejero y virtual, del presente del siglo XXI: donde el queroseno se presenta, donde el tic tac escudriña el tiempo, cuando motocicletas, galaxias, ciudades y dentífricos hacen parte de este campo semántico urbano del siglo XXI. Además, el poeta plasma un canon, una tradición autoral, que define sus predilecciones en el cierre de su tríptico y su voz, en la finalización, su silbar de ecos solares, es decir, ecos de soles o ecos de vidas, ecos de tiempos, reverberar de otros instantes o momentos. Ese canon de autores (Parménides, Nietzche, Hegel, San Antonio, Giulio de Medici, Albión, Petrarca, Hiponacte) invocan otras formas en las que el poeta señala sus asideros y tradiciones, sus preferencias y referencias de su voz, sus recuentos vitales, su composición estructural. De ese moto, el poeta pasa del yo todo poderoso de una teología totalitaria a un yo íntimista para desembocar en un yo desenlazado que se adentra en un lirismo de espejo. Y aquí también los otros juegan roles principales, en las dedicatorias, en los epígrafes, en los lugares. De ese modo, la lectura de Sombra el ave se nos revela una viaje inciático que transfigura un yo metafísico a un yo físico para dejarnos en un yo ruinoso y reflexivo, un yo poético lírico que todo el tiempo surca los avatares de la descomposición y trasluce las configuraciones exaltadas de configuraciones semánticas entre una podredumbre existencial, decadencia del siglo XXI, y la reminiscencia referencial de otros tiempos apolíneos y exuberantes, no por eso mejores.
La invitación de Romandía es a una mezcla, un barroquismo cierto y fiable, a ese neobarroquismo veintiunsiglero que no puede comprometerse con otra cosa que la intrincada modelación de la hybris exuberante y acumulada de los instantes. Ese neobarroquismo que conjuga experiencia vital, referencialidades, tradiciones, que en su proceso desfigurativo reconfigura las figuras y recompone los horizontes de enunciación y lectura. La invitación de Romandía es por la complejidad y sus facetas, por la multiculturalidad y sus dimensiones operantes, para conquistarlas, expresarlas, vivirlas, sufrirlas y traducirlas.
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