Problematizar filosóficamente la modernidad fue una tarea de los debates europeos en la vida académica desde la década de los 70 y hasta por lo menos inicios del siglo XXI. En mi ignorancia y necesidad de respuestas respecto a identificar esta categoría exploré, gracias a mi querido Juan Carlos, colega antropólogo de la Uam-I, el libro de Habermas, El discurso filosófico de la modernidad. Tarde, pues ya había pasado por mí La condición postmoderna de Lyotard, pero eso sí, absorbente y reticulada en la experiencia prófuga de la expansión digitalista. Si bien otra historia remite a mis adquisiciones conceptuales de este término, que también estudió profundamente Guillermo Zermeño a partir de la obra de Jauss, indisociablemente el tema estriba potente en los postulados de la metacrítica decolonial latinoamericana del siglo XXI. Y en sintonía con un cuestionamiento de las caras y formas de los colonialismos, mutantes y diversificados, abracé la lectura del corpus de Luzán, como un ejercicio de identificación de temas y tiempos propios y cercanos a mi ignorancia sobre el siglo XVIII en México, que más bien era Nueva España. En los miasmas de anacronismos, identidades nacionales, jergas conceptuales y disciplinares, retóricas de ayer y hoy, leer y escribir ha signado mis actos y mis hechos. Aunque muchas personas puedan juzgarme como soberbio, irresponsable o ignorante —sin que se confunda mi proliferación productiva con soberbia, mi amplitud de horizontes con irresponsabilidad y mis visiones multi e interdisciplinares con ignorancia— mis tareas, por encima de títulos y grados académicos, son tan simples como leer, escribir, comentar, interpretar, documentar, componer, inventar, redactar, expresar. Así de simple, querida audiencia.