Sumar en el viento imparable
el veredicto de la vida
cuando anular la memoria
conquista el esperma de la eternidad.
¿Cuántos instantes son instintos
en el quebradero de los cuerpos
que se adjuntan entre sí para sentir?
Esas viajeras sombras y luces
que todo rompen, que todo escriben
comulgando con los arribos
de cruces y años, de condenas y fortunas
son como caracoles y hormigas
en un andar que no ceja, un movimiento
desde el inicio interminable solo restringido
a la ley de la muerte, que nos significa todo.
Cuando las estructuras del silencio
nos atañen y las labios y los besos y la luz
de una vela nos acompaña
cuan grande misterio y cuan prófugo gérmen
las almas que son esferas, los senos que son esferas,
los testículos que son esferas, imantados,
unidos, resplandeciendo unidos, cabalgando
fugitivos en el misticismo insano y locuaz
de dos que se aman sin tregua ni paz ni benevolencia.
Entonces surge constrictor de libertad el ascenso
la transfiguración exacta de los sentidos, los cuerpos,
los sudores, los átomos de los alientos entreverados
contra la esencia propia de todo acto venidero:
amar perpetuamente aunque sea por clemencia y volición.
Ese viento imparable, como la luz del sol,
como todas las lunas llenas habidas y venideras
que en su rugir de tormenta rompe, ruge y truena
ramas y palmeras, que con los océanos comulga
salvaje, sucio y hambriento, pero que también
es calma y remanso, que es igual un leve susuro
o un resquebrajado tronar inmenso. Ese viento
imparable no cesará mientras los tiempos sigan
vibrando en la tierra, mientras el fuego crepite,
mientras las aguas sigan infinitas en los mares.
Todo se cifra impermanente y fugas, torcedura
la comunión de las miradas y ese extrañamiento
de asombro de dos almas que se encuentran.
Matriz de nada, nadie, ningún eclipse
conseguirá frenar el paso y la marcha
de los atardeceres y las plagas,
de las cosechas y los huracanes,
de la fuerza de las hogueras y la rabia
violenta de la entrega corporal a un amante.
Insigne destino, ese espejo que se vuelve espiral
cuando dos que se aman sin recato ni timidez
convierten un lecho, una oscuridad, un instante
en la ascensión celestial por esa espiral unívoca
e infinita, que dura un momento, para siempre
irrepetible, para siempre un siempre que se torna
imán y lengua, lucha y ternura, aquilatada en ternura
palabra, eco y fulgente asombro: amar amándose.
Espiral para subir transmutando la unicidad
del encuentro, de estas esferas, como el alma,
como la limpidez inscrita en esos alientos, alma
en sus miradas, alma en sus carnes, alma en ellos.
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