Cualquier sentimiento nacionalista o patriotista está conjugado por denominadores territoriales, lingüísticos, socioculturales y ecoambientales regulados por la historia y pragmática política, por la praxis, producción y distribución económica y por distintas representaciones del orden social ejecutados a partir de diferenciaciones multifacéticas y multimodales.
La desinterpretación actualmente por doquier visible de lo que la política es, debería ser o pudo haber sido, fuera de los intolerantes debates izquierdas/derechas, maniqueos sin más, son un ejemplo visible de amplios procesos históricos que olvidan el sentido último de la techné politike, en el ejemplo de la Grecia clásica y el pensamiento aristotélico, el orden socialmente estabilizador.
La constitución de la política en las culturas y civilizaciones de guerra, por lo general han preservado el profundo componente militarista, territorialista y etnocida, bajo distingos incomprensivos del otro, de la diferencia y lo ajeno. La barbarie se construye así, como recurso, lo mayor de las veces por motivaciones de orden religioso o económico, cuando subyace la competitividad aniquiladora que segmenta, asesina y domina.
La estabilización de las fronteras mexicanas en tanto proceso de política binacional, fue algo muy similar al proceso de desnacionalización hispánica, con su máximo alcance en 1812 y la definición nacional de esa España inmensa, potente y tricontinental, destruida ideológica, intelectual y culturalmente por la leyenda negra, e intestinamente por el sigiloso apoyo antihispánico sajón (inglés y norteamericano), por la lucha de los nacionalismos hispanoamericanos.
El lugar en la composición identitaria mexicana desde los postulados criollistas, expropiadores de las culturas étnicas indígenas, progresistas occidentalistas, anti gachupinistas, que sostenían una impronta de grandeza, superioridad y excelso destino, mantuvieron por lo común el sostenido proceso civilizatorio negando los valore culturales del indio de carne y hueso, desde un neoclasicismo al indio de bronce, el mártir de las épicas de conquista del siglo XVI.
También el proceso de aprehensión de las formas espaciales y sus definiciones político-administrativas han sido elementos tradicionalmente instituidos por órdenes constitucionalistas o regímenes políticos que han perdurado, como lo sería el ejemplo del caso de Veracruz, pero en sí, de cualquier división política territorial. Para las culturas y civilizaciones de guerra todo conquista, exterminio o dominación representa una nueva distribución de la riqueza, los roles sociales y las demarcaciones del territorio, las formas productivas y la subyugación esclavista del dominado.
Pocas y excepcionales son las culturas de paz, siempre minoritarias, siempre respetuosas del entorno, de la vida y dignidad: ante la muerte, ante la subsistencia y ante la enfermedad y el dolor. En estos escasos ejemplos es natural comprender que no hay una posesividad mercantilista ni una objetivación cosificante del mundo, los propios objetos y menos aún de los seres vivos.
Las fronteras entonces no existen en las culturas de paz, son en cambio lo que instaura las culturas de guerra. El ideal del citoyen françoise ilustrado, que tanto anheló Marx y criticó bajo su más preclaro ejemplo del burgués industrialista, desde distintos ángulos hoy más que imposible, jamás realizado, aunque buscaba representar una innovación política, en tanto pragmática y modelo social, siguió y seguirá operando desde la lógica de las fronteras. El único de los mundos imposibles es el de la paz, porque jamás nos será posible la comprensión humana fraternalista ilustrada, porque con más de 3000 años de fratricidios, no somos capaces de entender, apreciar y aceptar que solo en la tolerancia de lo ajeno no es dable asumir un respeto por lo que no conocemos, no entendemos y no vivimos culturalmente.
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