ROMULAIZER PARDO ID WEB 2.0 DE RÓMULO PARDO URÍAS

EN VÍAS DE UN PERFIL CIENTÍFICO-HUMANISTA, ARTÍSTICO-CULTURAL
Y LECTOGRAMÁTICO. CIUDADANO MEXICANO GLOBAL 2.0






Rómulo Pardo Urías

17 de julio de 2018

Lectura e interpretación de textos filosóficos

Dr. Agustín Jacinto Zavala

Centro de Estudios de las Tradiciones/ El Colegio de Michoacán

Desde una tarde en la que el calor subía y bajaba, andar las calles, escuchar música norteña, el cuchicheo de la gente. Sentir el aroma a carne asada caminando por la calle Hidalgo. Lentamente la ciudad se adentra en mi percepción, con un ajetreo particular. Mi objetivo es encontrar una florería y también comer algo. A paso veloz me dirijo al mercado Hidalgo. Ingreso a las calles del centro histórico de Zamora, donde el bullicio inculca un tiento al andar: hombres, mujeres y niños deambulan por los puestos coloridos del mercado donde se vende ropa, zapatos, artículos para el hogar, aguas frescas, botanas, medicamentos y un sin fin de mercancías. La perspectiva del recorrido gradualmente ha cambiado. Desde la zona norte de la ciudad hasta el centro los trazos urbanos van configurando la visión.

En tramos, Zamora responde a la necesaria inventiva de lo cotidiano. Autos, camiones, vehículos de carga, camionetas, motorizan el sonido de las calles, con un fluir intermitente y fluido.

¿Qué hay de certero en un andar por apresurado? Distorsiono mi camino con un cigarrillo encendido, alquitranando el ambiente. Mujeres caminan con niños, se detienen en el parque. Otras personas ingieren alimentos. Puestos y establecimientos han cerrado o se retiran a comer también. Todo es bajo una resolana que finge no acalorar. Entonces el ambiente parece reducirse al deseo de satisfacer la sed y meterse a esa tienda de helados y aguas frescas La michoacana, pero pasa un nube y permite sentir algo de frescura.

Son cerca de las 3 de la tarde y en muchas formas resulta crucial el hecho de que no hay sombras en las calles. Calor, sudor, humedad corporal, todo es parte de la caminata. Al finalizar el recorrido, de vuelta al mercado, hay una mezcla de aromas, de sabores y colores. Carnicerías llenan de rojo y blanco el horizonte. Los puestos de verdura completan la vista multicolorida. Hay un puesto que resulta agobiante con la resolana, el de gorditas de nata, atendido por una señora que al fuego coloca su masa para cocerla. Y todo es pasar de un pasillo oscuro donde venden ropa y accesorios a la voz de pásele a una región del mercado más amplia y abierta, donde la luz irradia y los marchantes se instalan.

Se escucha el cuchicheo paulatino y creciente, un amasijo de voces que irrumpe en el oído pero que no crea confusión o caos. Es la armonía de las personas en sus interacciones, otro tipo de masa, pero vocal, donde convergen propios y extraños.

Paso por una región del mercado algo nutrida de marchantes y vendedores ambulantes. Se percibe un aroma fétido y putrefacto, como de cloaca y caño. De momento deseo evitar oler y respirar pero conforme avanzo la fetidez se retira. Un puesto de pollos rostizados se yergue al costado y paso entonces por la florería sin darme muy bien cuenta. Llego a la barbacoa, tengo hambre. Entre el vocerío de los compradores me instalo en una esquina del puesto y pido al tendero una porción de barbacoa y un agua fresca. La carne es de un sabor fuete y va acompañada con mole o un salsa roja. El agua es de horchata con fresa, fresca. Finalmente encuentro un alivio a mi intrépido andar callejero. Acompaño la barbacoa con chile verde, cebolla y tortillas. Como apresurado como habitualmente lo hago, pero disfruto cada porción de carne. Ya por desgracia no hay tortillas de mano, es muy tarde. El mercado también tiene un toque de humedad pues los puestos de pescado están haciendo limpieza. Huele a cloro y productos químicos, al tiempo que a carnita de chivo. Mientras mastico mis bocados me preguntó dónde habrá una florería y volteo a mi lado derecho. La florería está ahí, inesperadamente, nítidamente, completamente a mi alcance. Y los colores de rosas, claveles, flor de monte casino, nube, entre otras, iluminan el ambiente. Termino de comer y satisfecho liquido mi deuda. Me dirijo a la florería. Compro media docena de claveles, hermosos, rojos, blancos y moteados, compro tres rosas, con un arreglo de nube y monte casino. Quedan preciosas las flores, también refrescando la vida, el presente, la vuelta a casa.

De regreso vuelvo a pasar por la zona del caño, vuelvo a desear dejar de lado respirar y oler. Pero ahora mi triunfo florista me hace sentir orgulloso. Mujeres y hombres me observan al caminar por la calle con el ramo. El calor aumenta y disminuye, el sol viene y va. Camino más detenidamente por la digestión. Llego al parque central y me refrescan sus árboles. Todo es también el ajetreo de las vacaciones. Niños juegan, corren, comen helado o frutas en la plaza acompañados de sus padres o madres, de sus abuelos. Un bolero está puliendo unos zapatos. Más vendedores se ubican en las inmediaciones de la plaza, la llenan de productos naturales, comestibles. Hay particularmente un puesto donde venden gajos de granada. Resalta el rojo, resalta también la sombrilla que cubre los vasitos plásticos con la fruta. Y de momento se pasa de la frescura de la plaza nuevamente al calor de las calles. Pero caminando por la calle Morelos hay algunos establecimientos que colocaron sombrillas o lonas en sus entradas y que dan algo de sombra a los paseantes. Intermitencia de calor, intermitencia de carros, intermitencia de personas, todo es ya el momento después de la comida, un dejo entre deseos de siesta, personas comprando cosas, el socorrido bitrolero con las aguas frescas, vendedores de camotes hervidos con chile y limón, neveros, y por supuesto los aparadores de zapaterías.

Me siento feliz con las flores, me siento pleno con la barbacoa ingerida, me siento radiante, caminando por el centro de Zamora. La gente no es un obstáculo a mi felicidad. Dejo de lado mi repulsión a una ciudadanía que concibo como ranchera para dar paso a un recorrer feliz, pleno, a un camino de vuelta a casa con la victoria colorida. El rojo de los claveles se incrusta en mis ojos. Las rosas, violeta, blanca y roja, son elegantes y profundas. El arreglo de nubes le da un toque de distinción y grandiosidad al arreglo. Todo esa caminata feliz, todo es sonreír y entonces de nueva cuenta mi distorsión tabaquista. Las personas me observan por las flores y en mi percepción del mundo distingo un flotar en el exceso vanidoso del pavonearme con un ramo.

La caminata no representa algo extenuante sino una marcha que oscila entre la curiosidad, la calma y el regocijo. La tranquilidad de la tarde posterior a la comida abre rutas para pasear. Las personas caminan también tranquilas. Un grupo de niños se escabulle y dobla una esquina, corriendo y jugando, como escapando de la resolana y el calor. De pronto vuelve a sentirse el deseo de un agua fresca, de algo que aminore el efecto solar y del bochorno. Pero se percibe un ambiente acompasado y armonioso marcando gradualmente cambios musicales: ranchera, pop, norteña, banda, suenan en distintos autos y establecimientos, dando píe a un potpurrí en el rompecabezas auditivo. La totalidad es inaprensible de golpe, pero sus fragmentos denotan modificaciones y matices que interiormente se fraguan en otro tipo de multitud.

Sigo mi camino, las flores se mantienen frescas. Llego a la avenida Juárez. Me detengo en el semáforo. Camiones de pasajeros están fluyendo mientras un señor vende verdura cocida en la esquina, charritos y botanas, agua también. Al verlo me siento tentado a finalmente intentar refrescarme. Ya falta poco para llegar. Lo que parecía una caminata simple y fortuita se arremolina en un complejo universo de observaciones. El semáforo cambia de color y me aventuro a cruzarlo. Imagino gradualmente mis pasos en el cruce, me retoco la alegría floral, admito que voy despistado, distraído, enfocado en el hecho de llevar un ramo de flores, como una especie de trofeo que da realce a quien lo porta.

Al atravesar la avenida alcanzo una esquina y camino por una acera donde se perciben distintos tejados y techumbres que brindan sombra al pasar. Es perceptible un aminoramiento del calor, al menos la resolana no es directa. Me detengo mentalmente porque una viejita pide limosna. Reflexiono un momento sobre su condición pero sigo mi camino, andando como queriendo esconder las flores de ella o diciéndome que si se las diera sería feliz. Pero solo dialogo interiormente, porque en los hechos deseo apurar el paso para llegar a casa, beber agua fría, colocar las flores en agua, consagrar la conquista de la tarde.

Atravieso el parque del Teco, donde unos niños andan en bicicleta, juegan y ríen. Es emotivo y tranquilo verlos. En el fondo no están muy movidos sino parecen tomar un descanso de su actividad lúdica. Se siente nuevamente algo de frescor por los árboles que cubren del sol pero también proporcionan, con su verdor, un dejo de serenidad. Pero mi travesía por el Teco es un desfigurar nuevamente los espacios y el tiempo con un nuevo cigarrillo. Las personas reaccionan, se alejan, me observan y parecen cuestionar el hecho de que fume. En cambio yo voy contento, pensativo, intuyendo los mecanismos en los cuales me he detenido para prestar atención en este recorrido. Sonoramente no hay ya muchas señales ni motivos, no hay muchas huellas. El Teco está tranquilo, también. Se percibe ya la zona norte de la ciudad, donde la mancha urbana es más homogénea, donde hay menos trajín y negocios, donde uno que otro camina rumbo a un destino que desconozco. En la esquina la panadería incita a comprar un rol de canela o una concha, una dona de chocolate o algún otro panecillo. Y dentro de mí se profundiza la necesidad de un vasito de agua fresca; también la gloria de las flores esgrime en mis adentros un manto protector y necesitado del líquido vital. Me apresuro entonces. Vuelvo a caminar por una zona donde el efecto solar se siente con fuerza. Pero ya la tarde pinta sus colores más bien con nubosidades en el horizonte, con una amenaza de lluvia, con el trajín que deviene en la cercanía del hogar y los logros del momento: haber llegado al mercado Hidalgo, caminar, comer barbacoa, adquirir las flores, volver. Mi atención se disgrega en el prisma del silencio que es la hechura del tiempo entre las 3 y las 4 de la tarde. Y la faena de las personas se ha transformado, ha cambiado el público, ha sido la hora de llegada de otros vendedores al Teco, donde también hay un señor que alquila autos miniatura a niños para que paseen en el parque. Vuelvo a cruzar la calle y distingo que mi taquero de confianza ya comienza sus actividades en su puesto en frente al parque. Noto también, al doblar la cuadra, que hay una pareja de novios en un puesto donde venden artículos como de ferretería, que platican sobre un tipo de llave o acabado o herramienta para su casa.

Me adentro entonces hacia la iglesia del Calvario, que parece estar disponiéndose para misa o está en un momento de celebración eucarística. Y en ella hay muchas personas, pero entran y salen. En la esquina observo otra florería, pero cerrada y me digo a mí mismo que ya sabía que eso pasaría, esa tienda de flores por lo común está cerrada, por eso decidí caminar hasta el centro en busca de estos botones coloridos y radiantas.

Es viernes, desde el momento en el que inicié mi caminata se percibía en la calle Hidalgo frente a la iglesia del Calvario la llegada de vendedores de comida. Hay kermes, hay venta de alimentos, hay toda una versátil imagen que va del pozole a los tacos, pasando por papas fritas y buñuelos. Eso apenas se instalaba cuando yo caminaba en busca de flores y ahora ya hay consolidados algunos puestos, algunos sitios que ofrecen ya su gastronomía local a los transeúntes. Doblo entonces otra esquina y ya el calor, la sed, cierto sudor y cansancio se apoderan de mi, me angustian un poco, me enfadan. Pero las flores, que hermosura, que belleza, que irradiación de alegría. Unas jóvenes se me quedan viendo atentamente y voltean a mirar mi ramo. Las veo y les sonrío, para dejarlas de lado y rematar mi observación de reojo. Su sorpresa indica el deseo de ser dueñas de un ramo así. Pero no vacilo, camino, ando, ya falta poco para llegar, falta poco para el agua. Qué calor recorre las calles, que amenaza de lluvia, que regocijo con la kermes, que emocionante ha sido adentrarme en la ciudad. Pensé que no conseguiría las flores y en cambio las tengo conmigo. Entonces me detengo en el puesto de pozole y me decido por un plato chico. Caldo, carne (maciza), elote, rábano, cebolla, chile en polvo, orégano, me aguardan. Buenas tardes, inicio, me da un pozole chico. El caldo es picosísimo, la carne suave, el sabor del chile predomina y siento la frescura de la cebolla picada. Al fin llega el momento de saciar mi sed: me da un agua de jamaica. Al fin la sed se derrumba, al fin la frescura, pero también, ahora, la picazón, el enchilarse rico de un caldo pozolero. Y como dejando descansar las flores en un banco junto a mí. También a mi lado se encuentran una señora y su hijo, como de unos 7 años, que ingieren también su dosis pozolera. Y el chile abre la nariz y la garganta, el chile nutre las papilas gustativas, ese chile en otra presentación respecto al mole de la barbacoa, respecto al chile verde con la que la acompañé. Chile guajillo entonces, chile de árbol, se mezclan con el grano de elote pozolero. Arde la lengua, arde la garganta, se abren las papilas gustativas y es un torbellino de emociones el paladar. Uhhh ahh tsss tssss, pica, pica. El agua de jamaica se va reduciendo en el vaso plástico, pero que delicia, que fervor, que ricura la maciza de cerdo, el caldo picosito, ese ardor final después de cada cucharada, no tiene precio, es la cúspide de mi aventura por las flores.

Finalizo mi ingesta, liquido el pedido, doy las buenas tardes. Las personas ahora comienzan a llegar a la zona de la kermes, comienza un nuevo bullicio a elaborarse en las inmediaciones del Calvario. Todo es un ritmo y un ritmar voces, palabras, gestos, compañías. Las flores son recogidas por mí y de nuevo me adentro en el trajín de la caminata. No conforme con la sed ahora también el picor se ha apoderado de mi lengua y mi boca es un recinto de emociones fuertes. Enturbio nuevamente el ambiente al encender un cigarrillo y llenar de smog mi entorno. Totalmente satisfecho ahora el cielo parece un mosaico de nubes ¿lloverá? Me pregunto, tal vez al rato, afirmo. Y llego a mi casa triunfante. Tomo más agua, me detengo a averiguar qué será de las flores, ya ahora más resentidas del calor y el camino que yo, pero siempre radiantes, hermosas.

La llegada al edificio de mí departamento me incita a rememorar el camino cuando ya en la sombra de la escalera la resolana es un recuerdo vago y fugitivo. Subo a mi hogar con las flores y me precipito a abrir la puerta, entre el picor que deja reverberaciones en mi lengua y la nueva sed por la caminata. Dejo sobre la mesa las flores de mi tarde y me dirijo a la cocina. Tomo algo de agua fresca, me hidrato, después voy al baño.

Ha sido una tarde elocuente, andando en lugares comunes, rodeado de la cotidianeidad, contemporizando mis pasos con aromas, imágenes, sonidos, percepciones. Ahora las personas ya no son más que fantasmas en mi recuerdo. Ahora las imágenes del mercado y de la kermes se diluyen entretejiendo un nuevo horizonte donde mi cocina y mi desastre de platos sucios me indican el camino a seguir.

Entonces, precavido de las formas en las que el tedio y la monotonía se registran, salgo del baño y convencido de la ingente tarea de conseguir flores en Zamora, canto victoria y me echo sobre mi sofá. Deseoso de un café pienso cinco minutos en mi fin de semana. Entonces me aborda una especie de tensión que va de mis nalgas a mi nuca, pero que derrite con la promesa de la final del mundial de Soccer del domingo. Todo es entonces la algarabía de un futuro cercano, también la dicha de haber ido al centro, del éxito, del triunfo. Las flores siempre animal los ojos y el corazón. Entonces también me detengo a meditar levemente en mi amigo Sergio Pitol, mi maestro, mi ancla en muchos sentidos. Y me lanzo al futuro porque presentaré mi libro en una semana en el Colegio de Michoacán, ese libro que salió al público un día antes de que muriera mi mentor literario. Y pienso y recuerdo y me asombro de todas esas vivencias a su lado porque a él también le llevaba flores, porque le dediqué años y tiempo como él a mí, porque al final de muchas formas mi luto por su partida es ya una pérdida de tiempo atrás por los pleitos de su familia con los que fuimos sus amigos cercanos. Y pienso en Pitol y en la última vez que lo ví y me siento nostálgico, porque no pude contarle que me vine a estudiar al Colegio de Michoacán, porque no pude compartirle ni mi novela publicada ni este librito que vamos a presentar. Y es otro trajín este flujo de pensamientos, insertos en un fin de semana que denota obligaciones, lecturas, tiempo para escribir, formas de acercarse a un nuevo trimestre. Ese flujo de pensamiento ausente durante la caminata, durante el propósito de adquirir unas flores. Todo es la incógnita de los destinos que me llevan a saber que ese ramo no es para mí, no es para mi casa, es para alguien muy especial. Y ya entonces me abalanzo sobre mi celular, hago la cita, entonces otra vez intuyo el contacto con la resolana para ir a dejar mis flores, mis añoradas flores, a quien me motivó a ir por ellas. Entonces emprender un nuevo camino, entre sombras de tejados y techumbres y la resolana, entre nubes que vienen y van, entre amenazas de lluvia y tráfico, entre mi recuerdo de Pito y mi nostalgia, entre mi presentación de libro y lo que obliga tal evento. Entonces salir a la calle otra vez, saturado de frescura y ya sin el picor, adentrarme nuevamente en la ciudad. Andar, caminar, ya sin sed, ya sin el calor, ya con la meta enaltecida del obsequio, del don, del brindar esos claveles, esas rosas, esos capullos que me motivan a entregarme al amor.

Ya entonces haber coordinado el encuentro y dar píe a la caminata renovada, dar pauta a la sorpresa y la alegría compartida: la de regalar flores en un fecha especial a una persona especial celebrando la vida y el amor.

Entonces evoco el impulso cierto que me condujo al mercado Hidalgo, que me llevó por las calles olisqueando carne asada, observando los vitroleros de aguas frescas, distinguiendo todo ese cambio de población y gente que significa ir al centro. Entonces evoco mi pulsión certera de desear hacer feliz a alguien. No es vanidad lo que me hace obsequiar las flores, es cariño, es aprecio, es ser detallista. La vanidad fue volver a casa con ellas, erguidas, levantadas en mi puño, reclinadas en mis brazos, así, haciendo el recorrido de un sito a otro, ahora bamboleándose junto a mí por otra región de la ciudad. Flores, sí, para alguien especial.

Se teje en mi cabeza una imaginación profunda, la del silencio que me acompaña en todo este deambular. Silencio interior que es parte de mi caminar chiflando o de mi arremedar canciones populares o de mi distorsionar el ambiente con mis cigarrillos. Silencio que es también alegría porque al final me ubica en las lindes certeras de mi presente, si amor y dulzura son las fuerzas de mi impulso, silencio y conquista son los mitos de mi quehacer. Me he vuelto un investigador mercantil en el centro zamorano porque la florería cercana a mi casa no abre más. Los segundos transcurren y entonces llega el momento del encuentro. Toco el timbre y advierto a la persona que busco abriendo la puerta. Sorpresa, he traído flores porque te amo y me importa que lo sepas. Entonces me obnubilo en la recreación de un espacio puro, limpio, pleno. Las flores siempre dicen algo, en vida y en muerte, en el amor y en la despedida. Así me doy cuenta que este recorrido es una lírica de mi presencia en los andamios completos de la armonía en un sitio aún desconocido.

Desde prefigurar tener las flores hasta entregarlas he sentido sed, calor, orgullo, deleite, placer, he comido, he bebido aguas frescas, he caminado, he fumado, he chiflado, he observado y al finalizar la misión floral me doy cuenta de que soy más feliz que nunca el día de hoy.

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